Adentro llueve

Hay veces, sólo algunas, en que la lluvia es lluvia y no otra cosa. En que no tiene esa consistencia de aceite hirviendo o de mineral líquido o de mar o de coletazo en las costillas. Las sirenas vienen a nosotros cuando más las necesitamos, cuando sólo quedan ellas para devorar nuestra carne. Pero hay veces que los charcos son una fosa inmensa, la cuenca vacía del ángel deforme de nuestra alma. “Son pocas veces, pero son”… La mayoría es un “lento adiós que no termina nunca”.

Hay días, sólo algunos, en que la lluvia es sólo eso y puedo salir sin peligro de entristecerme o de embriagarme de saudade o enamorarme como estúpido de una mujer que esconde su rostro bajo un paraguas amarillo. Entonces, sin temor, puedo mojarme completamente y refrescar un poco este ardor con el que amanezco y violento el día, hasta que, vencido, entrego mi carne al colchón, más duro ―como diría Garfias― que mis propios huesos.

Pero digo, son pocos los días en que de verdad llueve y que la ventana es sólo una ventana que muestra la calle y a las personas apuradas en llegar a casa o a esos niños resguardándose en la tienda o en la panadería.

Porque hay otros en que asomarse a la calle es mirar lo que se creía ya en el olvido; y a veces, por uno de sus ángulos, puedo ver mis dedos enceguecidos, brutos por la humedad que escurre de unos muslos orgullosos de su rotundidad, de su presente macizo y absoluto que surge, no de ellos, sino de un gemido ahogado y moreno que culebrea por la espina dorsal hasta la espalda baja, y seguir así su descenso erizando la piel de los glúteos tensos, redondos y duros, como si estuvieran temerosos o al acecho o en espera de mis manos, para al fin, terminar deshecho en los huesitos del coxis que empujan el sexo hacia mis dedos, anegándonos a ambos o a esos dos que eran, porque ya no soy el de aquel entonces. Nunca somos los mismos.

Y en otro ángulo, casi enseguida de aquel, siento el olor de tierra mojada macerada por el de dos cuerpos que sin pudor se abren y luchan sin otras armas que su propio deseo; y se mueren y se agotan a la luz de la luna de algún pueblo perdido o que jamás existió, bajo un pirul que frota sus ramas como si buscara acariciar el aire o el aliento de aquellos dos que se resguardan bajo sus sombras. Él tiene sus senos entre su boca y por primera vez siente el peso de la vida y la amargura de los frutos que se pudren en el suelo. Los bebe con avidez, como si el desierto estuviera a un paso y llegando a él, no pudiera regresar a aquel oasis, a aquella mujer que era todas las mujeres hasta ese día. Lo que nunca sabrá es que esa será la última vez que estuvieron juntos; aunque se asomará infinidad de veces a la calle y esperará horas y horas hasta que su rostro desgastado por la ausencia sea un reflejo de mi propia cara asomada a otra ventana que me abre ésa o ésta en la que él sigue allí esperando, sin saber que la alegría nunca se repite, es voluble, siempre nos abandona para envejecernos.

Pero hay otro ángulo en que aparece un cortejo fúnebre. Un vuelo negro que quisiera olvidar pero necesito retenerlo en mi sangre, licuarlo a ella, porque para ser es necesario el recuerdo de los muertos, su ausencia debe seguir latiendo en nosotros porque somos parte de ella y va perfilando, sin que lo sepamos, nuestras vidas.

Hay quizá en medio de la ventana, una sonrisa y un jardín lleno de girasoles y una perrera azul donde mordí mis primeros besos, donde mis primos y amigos se burlaban de mí, quizá por envidia, porque yo era un niño de seis, siete años y no sabía dónde poner, en qué parte de mi cuerpo grabar tanta belleza, aún ahora se me escurre y quisiera cubrir entera la ventana con aquella niña rubia, Lyzbeth, que parecía un girasol encendido.

Hay otro, arriba a la izquierda, que me recuerda todas las posibilidades que tuve en mis manos y no quise, y otras que anhelé y nunca estuvieron ni cerca de mí.

Sería inútil tratar de mencionar cada uno de los pasados que las ventanas, cuando llueve, aunque no llueve, traen consigo. Afuera cae el agua, la siento golpear sobre las paredes y el pavimento y estallar en los cristales de las ventanas, pero tengo miedo de mirar, dejaré corridas las cortinas porque hoy ando demasiado susceptible a la tristeza y no quiero que el amor me interrogue en esta noche en que no tengo una sola respuesta para darle.

 

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